LOS JOVENES IDOS
Se los oye aullar sobre el alba cuando regresan desangelados y exhaustos. Se los ve deambular por la gloria del día, ajenos y dormidos. Por la noche los agrupan como majadas en barracones miserables donde les achatan las neuronas, la singularidad, el gusto musical, la piel. Son los jóvenes.
Novísimas almas en pena que fabrica en cadena, a óptimo precio y mundialmente la sociedad posindustrial. Antes se los envidiaba. Hoy ni siquiera cuentan. Los van echando, leva a leva, al otro lado del espejo. De seguir así la campana apocalíptica no necesitará ser tocada. Alguien se adelantó.
No es por asustar. Basta un vistazo al paisaje humano del mundo o del país: los niños dejan de serlo repidito. Los viejos pierden su relieve, se apagan y se tornan invisibles. Quedan los jóvenes. Pero dónde? Son los más pero pesan menos. Los han secuestrado? Quién, el Gran Bonete? Los disuelve un cortocircuito cultural?
No sé. Lo cierto es que sorbido el seso, echados de los sueños (y por eso de la realidad), los jóvenes se descabezan aturdidos por el poco aire y los muchos decibelios. Sólo unos pocos consiguen asomarse y muchísimos menos escapar. La moda que les instila el delirio de flotar los tine atrapados de los tobillos. Más paradójicos aún: la moda que endiosa lo joven los vacía de juventud y los centrifuga hasta dejarlos caer en la vida usada de ayer o en los epilépticos futuros de la impotencia.
Esa moda los abruma y desnuturaliza y tras cartón los deja fuera de época. El pez por la boca muere. Y ellos también. Sentencian con un ya fue a quien consideran no vigentes cuando son ellos los idos. El presente los deglute con tanta fruición como ellos a una hamburguesa. Pero, que ellos? Acaso se ven jóvenes?
Así como uno ama lo que se le parece también es cierto que uno es lo que le sucede. Y los jóvenes les está vedado suceder. Durante siglos, para quitárselos de encima, se los inflamaba cada tanto y toda su inocencia ardía en una guerra. Hoy, que tambores y frases no convocan a nadie, se los induce a perder la vida por oleadas en las trincheras de los videogames o en las playas de las disco de madrugada. La consigna es sacarlos del circuito, evitar que ocupen su puesto en el reciclaje generacional, imperdibles suceder.
Sin horizonte laboral. Sin horizonte estudiantil. Sin horizonte social. Esto por un lado. Por el otro, el sagrado recitativo de que están los jóvenes para que el futuro no se caiga. Así suele engolarse en sus discursos la generación adulta sin dejar de depredar a mansalva a los que vienen de abajo. Un filicidio de siglos que no practican siquiera ni los más fríos animales del mar. Hay entre los cornalitos una secreta consigna genética que opera en favor de la fragilidad de su cardumen. Ante le menor de los ataques ellos forman una bola en la que los ejemplares más chicos ocupan el centro mientras los de tamaño más grande (esto es, los mayores de edad) eligen exponerse, cuanto más viejos, a una mayor proximidad del predador. Aquí se cumple lo de los niños y los jóvenes primero. Desde una visión humanista nuestra moral no resiste la más mínima comparación: somos inferiores a los cornalitos. En verdad, a nosotros lo que más nos va es la preservación de todas las formas de la hipocresía. Una de ellas, sobradamente vista: la de salvar especies en extinción (siempre y cuando no sea la nuestra)
Si no será una apreciación sesentona la que me lleva a ver muy desdichados a los jóvenes? Quizá, no la descarto. Como tampoco que si empujo y grito, es porque conmovedoramente me siento su coetáneo. Asuntos de la condición humana, tal vez. Peligroso animal son 20 años decía Francisco Quevedo. Pero no es así. Lo sé porque aún conservo ese animal, soberano, casi intacto, en mi zoo más íntimo: el corazón.
*(Revista del Diario LA NACION - Bs. As. - Argentina - 27 de Abril de 1997 - Opinion - Pagina 20)